Hacía tiempo que no se odiaba tanto. O esa es la sensación que da cuando nos asomamos a los medios de comunicación y a las redes sociales. El insulto es sistemático, las amenazas de muerte o agresión son frecuentes y la alegría manifiesta por el mal ajeno, una expresión de sentimientos aplaudida y viral.
En los últimos tiempos, he leído varios artículos de opinión que buscan un porqué a esta exaltación del odio. Rosa María Artal, en ElDiario.es, considera que la violencia y el odio están en la sociedad y que Twitter es, sencillamente, un reflejo de éstos. Joana Bonet, en La Vanguardia, habla de la normalización del odio, afirma que «el insulto se ha convertido en herramienta de relación social válida y aceptada» y que es «una forma de violencia amplificada por las redes».
La banalización del odio
Yo iría más allá y afirmaría que hemos llegado a la banalización del odio. Son palabras mayores, lo sé; más aún si os digo que la expresión proviene de la acuñada por la filósofa Hannah Arendt en su libro «Eichmann en Jerusalén». Ella habla de la banalidad del mal, refiriéndose al funcionamiento de la sistemática y burocrática maquinaria nazi.
A mí, personalmente, el odio me parece un sentimiento excesivo, hiperbólico. ¿De verdad nos odiamos tanto los unos a los otros? Resulta que hemos pasado del desacuerdo, la crítica, el disgusto o incluso la repugnancia al odio. Directamente, sin gradaciones ni grises ni luces y sombras. Odiamos y punto. Si se odia, sólo se puede hacer, precisamente, eso: odiar. No caben «peros».
Odiar es un término absoluto. Carece de matices y esto lo convierte en definitivo e indiscutible. Si odias algo, quieres que desaparezca, que deje de existir. No te es ajeno, sino que forma parte de ti, intrínsecamente. El odio está en nosotros, dentro de nuestro organismo, mezclado con nuestra sangre.
El odio responde a una exacerbación de los sentimientos. Poco hay, si algo, de racional en él. Es frecuente que odiemos aquello que no entendemos y lo que es diferente a nosotros. Odiamos al «Otro».
A veces, el odio se excusa a sí mismo o se refugia en el miedo. Odiamos a los que nos vienen a quitar el trabajo; a los que destruyen el concepto que tenemos de familia; a los que profesan otra religión o ideología; incluso odiamos a los del equipo contrario, quién sabe si por algo más que por que pueden arrebatarnos la victoria.
¿Por qué odiamos?
Antes de los tiempos de la banalización del odio, este sentimiento respondía a un proceso de socialización. Cuando somos pequeños, amamos y odiamos con entusiasmo. Adoramos lo que nos gusta y aborrecemos lo que no nos gusta. ¿La verdura? ¿El brócoli? Los odiamos, profundamente. Con los años, nos damos cuenta de que, realmente, no odiamos el brócoli (incluso puede que, para entonces, nos encante); sencillamente, no nos gustaba y, como pretendían que nos lo comiésemos, lo odiábamos.
Creo que es ahí donde está el quid de la cuestión. Odiamos aquello que no nos gusta y que nos imponen. Pero hay que sumar un concepto más a este tándem porque, si no, odiaríamos muchas cosas, empezando por los impuestos. Debemos sentirnos amenazados. Y en la sociedad actual, las amenazas se multiplican: estamos inmersos en la precarización laboral; crece la desigualdad a zancadas; la sombra del terrorismo se alarga; vivimos estresados; la competitividad aumenta cada día; la publicidad exprime nuestros sueños y deseos; el consumismo agota nuestros escasos recursos…
Hago un brevísimo inciso: *No olvidemos que la generación de amenazas y de miedo es uno de los principales instrumentos para mantener el control social en el siglo XXI, como estudió, entre otros, el (añorado) sociólogo Zygmunt Bauman.
¿Cómo respondemos a estas amenazas? En ocasiones, con empatía, creando lazos y ayudándonos unos a otros. Pero, cada vez más, con chivos expiatorios, exabruptos, insultos, intimidaciones, violencia y odio.
El delito más de moda
Si os pregunto cuál creéis que es el delito que más se comete hoy en día o cuál es el más mencionado, probablemente me digáis «el delito de odio«. Se ha hecho viral en muy poco tiempo y, a diferencia de lo que sucede con los contenidos de las redes sociales, éste no pierde gas y cada vez se extiende más.
Escribe Alejandro Torrús en Público que «el delito de odio se pensó para proteger a las minorías, no como instrumento indiscriminado del poder«, que es para lo que, hoy en día, se utiliza. El Ministerio del Interior incluso ha cambiado la definición del término que da en su página web, para ampliarla tanto que resulta difícil encontrar sus límites.
Des-odio
Llegados a este punto, me sigo preguntando ¿de verdad nos odiamos tanto? ¿Y si hiciéramos un ejercicio de «des-odiación»?
Podríamos empezar a pensar en fundamentar nuestras opiniones, en lugar de lanzar consignas oídas a terceros; tal vez, deberíamos sustituir el insulto por el respeto, porque enfrente de mí hay otra persona, con los mismos derechos y libertades que yo, ¡qué cosas!; quizás, podríamos reírnos un poco más de nosotros mismos, en lugar de estar tan seguros de ser portadores de verdades absolutas.
Comentaba el filósofo Slavoj Žižek, en una conferencia que dio en el MNCARS en junio de 2017, «Airepocalipsis«, que, para él, la sociedad no racista perfecta sería aquella en la que se pudieran hacer las bromas más sucias y políticamente incorrectas posibles sin que nadie se sintiera ofendido, porque estaría totalmente claro que esas bromas no se harían de forma racista.
Žižek, que es esloveno, recuerda cómo en la antigua Yugoslavia, antes de la guerra de los Balcanes, cuando se juntaba con sus amigos bosnios, croatas y serbios, todos hacían bromas de los otros y, sobre todo, de sí mismos, riéndose de sus propios defectos y peculiaridades «nacionales».
Ojalá fuésemos capaces, como los amigos de Žižek, de reírnos más de nosotros mismos, porque creo que, si lo hiciéramos, el odio y la violencia latente que nos están sepultando, descenderían bruscamente.