Alejandría literaria

Vista de la mezquita Al-Mursi-Abu-el-Abbas (Alejandría, Egipto)

Vista de la mezquita Al-Mursi-Abu-el-Abbas (Alejandría, Egipto)

Algunas ciudades no sobreviven a sus propios mitos: el tiempo y la Historia los han magnificado de tal manera que el tamaño humano del conglomerado urbano realmente existente desaparece tras los vestigios de la memoria. Es el caso de Alejandría, ciudad fundada, sobre un pequeño asentamiento llamado Rakotis, por Alejandro Magno, el conquistador macedonio, él mismo otro de los grandes mitos de la Antigüedad.

El nombre de Alejandría tiene sabor a algazara de batalla, a zoco caleidoscópico y multicolor, a filosofía primigenia. Centro del saber, de la ciencia y de la astrología en la época del paganismo, fue foro de encuentros y tumba del libre pensamiento, regazo que arrulló y piedra que asesinó a la primera mujer matemática reconocida, Hipatia, figura recuperada por Alejandro Amenábar en su –aún última- película, “Ágora”.

La literatura la ha retratado en su grandeza inolvidable y en sus exquisitas miserias. El colosal faro, la Biblioteca –con mayúscula-, la columna del derrotado Pompeyo o el Serapeum –el templo del dios Serapis- conviven con los prostíbulos, el mercadeo, las peleas de marineros y las viviendas destartaladas de los habitantes de la metrópolis.

Como suele suceder con todas las poblaciones que están a orillas de una fuente de agua de importancia, la vida surge, crece y expira alrededor de ésta. En el caso de la antigua ciudad egipcia, el protagonismo lo comparten la cambiante, aunque siempre calma, superficie del lago Mareotis, de agua dulce, y la aparentemente infinita presencia del mar Mediterráneo. Los reflejos que arranca el sol al falso espejo acuoso, la gama de colores reflejados, la sombra de las nubes cargadas de tormenta, la quietud de las pequeñas embarcaciones de pescadores, el microcosmos de una pareja de enamorados abrazada sobre la fina arena de la playa, todas estas postales efímeras, de una Alejandría de ensueño, se convierten en eternidades reconstruidas a través de la palabra de novelistas, ensayistas y poetas.

Alejandría según Cavafis, E.M. Forster y Lawrence Durrell

Alejandría según Cavafis, E.M. Forster y Lawrence Durrell

Durrell-Forster-Cavafis

El autor de “El cuarteto de Alejandría”, el británico Lawrence Durrell, el hermano irreverente y pedante de aquel Gerald niño que nos deleitó con sus recuerdos infantiles en “Mi familia y otros animales”, dibuja un políptico rebosante de lirismo y pesadumbre. La Alejandría de Durrell, en la que malvivió una temporada, es un espacio físico por el que pululan personajes que carecen de órganos propios: respiran, aman, lloran, ríen y mueren en el microcosmos compuesto, destruido y reconstruido, por la ciudad. El narrador, posible e improbable alter ego del propio escritor, murmura reflexivo, al principio de la novela: “somos hijos de nuestro paisaje”, ese paisaje que nos llega roto a través de la palabra, incomprensible, plagado de soledades, alumbrado por las mortecinas bombillas de pequeños cafés, cuadrícula imperfecta de calles con nombres árabes que pretenden olvidar su origen helénico.

Café frente al mar (Alejandría, Egipto)

Café frente al mar (Alejandría, Egipto)

Los otros dos grandes aedos de la ciudad de Alejandro, en el siglo XX, son mencionados por el propio Durrell en su “Cuarteto”: ficción que bebe, se nutre y se refleja en el pasado apenas entrevisto.

La agudeza, el cinismo y el humor un tanto hiriente característicos de la obra del inglés E.M. Forster se diluyen entre el afán práctico y la mirada curiosa que desvelan las páginas de su “Historia y guía de Alejandría” (seguida del conjunto de ensayos “Faros y Farallones”). El visitante del siglo XXI puede pretender seguir los pasos del diplomático pero le resulta imposible ni tan siquiera vislumbrar esos pedacitos de historia que llamaron la atención de Forster. Las mezquitas continúan erguidas en sus asentamientos originales y se encuentran restos de ruinas que recuerdan el esplendor grecoromano de la villa, algunas sumergidas en el fondo de nuestro compartido Mare Nostrum. Pero han perdido su aura de promesa. Hoy tan sólo son lugares de paso para turistas, para transeúntes que caminan con prisa, para coches que se empujan a bocinazos.

Zoco de Atarine (Alejandría, Egipto)

Zoco de Atarine (Alejandría, Egipto)

Y dile adiós, a la Alejandría que pierdes

Alejandría absorbe la rutina de sus pobladores, los atrapa, los zarandea y los deja inanes. Intentan huir, trastabillando, dibujando círculos que giran sobre sí mismos. Más allá, el mar, el desierto, la periferia atestada de cubículos de piedra y arena.

   […] Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.

   La ciudad te seguirá. Vagarás

   por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo

   y en estas mismas casas encanecerás.

   Siempre llegarás a esta ciudad. […]

Constantine Cavafis, griego nacido en Alejandría, poeta de la Antigüedad en la era moderna, escribió estos versos en un poema titulado “La ciudad”. Para él, no hubo otra urbe que Alejandría y, cuando habla de ella, mencionándola apenas, vislumbramos esa enigmática simbiosis que se desarrolló entre este hijo de emigrados estambulíes, que tendría que haber estado de paso y se quedó de por vida, y la derrotada capital de los Ptolomeos, el agitado, infiel, caótico y polígamo puerto de Alejandría.

Pescadores (Alejandría, Egipto)

Pescadores (Alejandría, Egipto)

Otras cosas no tiene ya que darte

La Alejandría de hoy en día es una ciudad ramplona, a medio camino entre la modernidad de su rutilante nueva biblioteca, edificada gracias a un proyecto de la UNESCO, la herencia cultural de las tres religiones monoteístas que convivieron en ella tiempo ha –en nuestro siglo sólo quedan vestigios de los judíos que la amaron u odiaron y una minoría copta algo bulliciosa- y la nostalgia que emana de los restos arqueológicos griegos y romanos que se conservan. Tras la Segunda Guerra Mundial y la conocida como crisis del Canal de Suez (1956), la mayoría de los extranjeros que vivían en ella dejó la ciudad. Fue entonces cuando Alejandría perdió su esencia cosmopolita, la que la hermanaba con la Shanghái de la Belle Époque, con Tánger o Marsella.

Sucede con esta ciudad lo que con tantas otras. Si la vemos a través de nuestros ojos, nos defrauda, como los lugares en los que habitamos, por los que pasamos con la mirada vendada, los oídos tapados, el corazón desencantado. Nada que ver con la ciudad que ven otros ojos, que nos brindan otras narraciones, que se inventan, para nosotros, otros. Alejandría es un animal literario, una creación ficticia, un mosaico sepultado por el polvo del desierto cuyos colores marchitos nos recuerdan el brillo de épocas pretéritas.

Nota: Los títulos de los epígrafes corresponden a versos del poeta C.P. Cavafis extraídos, como el poema «La ciudad», de http://www.amediavoz.com.

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